miércoles, 16 de julio de 2014

La Muerte Desafiada Por Mil Cortes




   "Nací rodeada de muerte. Mi madre abortó antes y después de tenerme a mí, y yo nací asfixiando a mi hermano gemelo. Cuando yo tenía seis años, mi abuela, una cruel bruja siciliana de pelo largo y cano que olía a alcanfor, murió en la cama mientras dormía a mi lado. Años después, el diabólico eco de sus espantosas risotadas seguía persiguiéndome por la despensa del sótano. También mi madre vivió rodeada de muerte: de once hermanos y hermanas, sólo tres llegaron a adultos. Pulmonía. Tuberculosis. Cáncer. Diabetes. Derrame cerebral. Una prole bien enfermiza.

   Mis años de escuela transcurrieron en la ciudad donde Kenneth Bianchi, que luego sería el Estrangulador de la colina, hizo sus primeros experimentos de asesinato por lujuria. Cada mes, los escabrosos detalles sobre su última victima, siempre una preadolescente de mi edad, aparecían en las noticias de la noche o en la portada de la prensa diaria, añadiendo otra marca en un mapa de cadáveres que yo estaba segura de ser la siguiente en ampliar. Años más tarde sobreviví a una racha de asesinatos inducidos por el consumo de cocaína, cometidos por el satánico rompecorazones Richard Ramirez, a quien se le debieron de cruzar las señales psíquicas cuando en vez de colarse en mi casa y pasar unas horas de asueto con metal duro y carne mullida, dio un giro a la izquierda y marró mi apartamento por tres bloques solamente. Aun así, en aquella época, ya presa de una enfermiza adicción a la adrenalina y con una persistente atracción por el oscuro
magnetismo de la Muerte, sentí como si hubiera pasado muchas noches de luna nueva subyugada por el singular carisma del Merodeador nocturno. Ricky y yo no llegamos a conocernos, pero para mí fue como si hubiéramos salido juntos.

   Soy de naturaleza desafiante con la Muerte. He sobrevivido enfermedades que habrían matado a mortales menos resistentes. Una perforación de apéndice; una infección de ganglios linfáticos; E. Coli: «percepción intraoperatoria», resultado de un embarazo ectópico no deseado que reventó y llenó mi cuerpo de pus y de sangre infectada, lo cual me produjo un desmayo del que desperté en una escena de terror, paralizada en medio de una salvaje carnicería practicada por un cirujano ruso en un cochambroso ambulatorio del centro de Los Ángeles, envuelta en una cegadora luz blanca que no era la luz, sino los fluorescentes que colgaban del techo, donde dejé extraviar la mirada mientras daba alaridos en mi interior y rogaba a cada dios, diosa o demonio dignos de ser invocados, y suplicaba a la Muerte, suplicaba alivio, suplicaba que me libraran de lo que pensé que era el castigo supremo del Infierno: atroz dolor físico. Tal es el efecto que produce insuficiente anestesia en una persona.

   Me han apuñalado en el vientre, a tres milímetros de provocar una septicemia de páncreas. He sido arrastrada por la fuerza al desierto por un aprendiz de Manson, cuya idea de "Amor a quemarropa" eran manchas de sangre en la arena decolorada por el sol. Me han arrojado a la cabeza una botella de Heineken, con tal fuerza que se rompió. Pasé un encantador fin de semana con un seductor azotacalles que fue arrestado tres días después, acusado de canibalismo. Un sosias de Robert Blake me tuvo secuestrada en un bosque nevado, apuntándome con una escopeta recortada a la sien izquierda, mientras me exigía que le contara tétricos cuentos de hadas, con detalles de una docena de maneras de asesinar a mis hermanas.

   En una ocasión conseguí que un yonqui armado se guardara la pipa, diera media vuelta y se fuera a pegarle un tiro a alguien de su barrio. En otra achanté al colgado de crack que me había amenazado con un cuchillo, y lo convencí de que se largara a la parte alta de la ciudad, donde estaban los que valía la pena atracar. Dos veces en dos vuelos transatlánticos he pasado horas retenida en un avión a punto de despegar de un aeropuerto europeo, mientras perros policía rastreaban explosivos entre los equipajes de la bodega. Y todo eso fue sólo a principios de los años ochenta…

   Coqueteé con la muerte y la muerte coqueteó conmigo. Pero al igual que ocurre con el amante que te engatusa con infinitas promesas de grandes posibles que luego se quedan en nada, acabas aburrida con las expectativas. Y la fascinación que antes te hacía derretir se va entibiando hasta que te deja fría del todo. Además, la Muerte es para siempre…, pero la Vida… Por mucho que te tortures o pidas a otros que lo hagan por ti y te claven en una cruz, la vida es miserablemente corta. Mierda…, las tortugas de mar viven más tiempo.

   Agradezco cada minuto que sigo con vida. Mi ejecución ha sido aplazada numerosas veces. Flirteé con la Muerte, que al final acaba siempre venciendo, pero lo que yo quería de verdad era la VIDA. Una vida al Límite. Necesitaba sensaciones que me obligaran a apreciarlo todo de verdad. Y no dar nada por sentado.

   Un amigo me dijo una vez, «Cierra el pico, joder. Lo tienes todo… Has conseguido cada cosa que has deseado. Tanto sexo como podías digerir, todas las drogas que has querido, buenos amigos que te adoran. ¿Qué más quieres?». Mi glotonería era un intento desesperado por sentir algo, lo que fuera. No nací insensible a la vida, pero el trauma del nacimiento, el repetido contacto con la violencia del alcoholismo, la exasperación y la penuria en que deriva, y las noches de horror provocaron un cortocircuito en el disco duro de mis emociones antes incluso de la pubertad. Luché largo y duro para volver a tener sensaciones.

   Y es cierto, me gusta llevar la contraria. Por un lado, ME IMPORTA TODO UNA MIERDA. Soy una androide ególatra que a pesar del inminente colapso de su salud física y mental sigue al pie del cañón y se ríe con saña y satisfacción mientras el planeta se derrumba. Por otro lado, la guerra me devasta y me produce trastornos, y estoy profundamente herida por la ignorancia, la estupidez y la ruindad del género humano. Mi compasión es la fuerza que me empuja a dar voz a los hijos asesinados y a las hijas maltratadas, que buscan eternamente amor en el hombre equivocado, porque no aprendieron a amarse ellas mismas, ocupadas como estaban en odiar el mundo y al resto del mundo.

   La mayoría de la gente padece de un exceso de emoción. Se obsesionan con pequeñas imperfecciones, se comparan con las irreales imágenes perpetradas por unos medios de comunicación movidos por el famoseo, que anteponen el beneficio al contenido o el significado. El rechazo o la discrepancia les da pánico, temen que disentir de lo establecido, del consenso general, o de la opinión de un amante sobre qué es correcto y qué no hará que el mundo los repudie y los deje en la estacada. Los celos agravan su inseguridad, que a su vez fomenta tan acuciante necesidad de ser comprendidos, que gastarán exorbitantes cantidades de tiempo y de energía en malhumor y berrinches, y en interminables diatribas contra amigos o amantes que no se enteran. Esta energía y esta emoción podrían, y deberían, emplearse más provechosamente en otra parte, en la literatura o el spoken word, por ejemplo, donde nadie está obligado a escuchar o prestar atención. Y si no se enteran, mala suerte."



Lydia Lunch
Medidas Desesperadas, fragmento